jueves

el chico de la casa verde, esa del perro malo con bozal en la boca y no más pedales en las patas.

Salté por la ventana al patio delantero y me enterré en el pasto, jugueteando con caracoles fáciles y vaquitas de San Antonio interminables. No fue la agresividad del sol la que esta vez, sino un quizá dedo de dios enormemente ágil como para encender (sin emisión alguna del sonido potencialmente delator originado por el rozamiento), mantener incendiado, y lanzar frenéticamente desde esa inocentísima ventanita tremendísimo cometa con la puntería necesaria como para ubicarlo de una manera inefable (y lo medí con mis ojos, sí, nunca en mi vida los tuve tan abiertos y tan precisos como en ese instante) a dos centímetros de mi testículo izquierdo. Sudé rojo. Incomprendido, me era inadmisible creer en la familiaridad de ese dedalito.
Ante la imprevisibilidad de la situación, durante los primeros diez segundos sólo atañí a ingerir más oxígeno de lo común, como natural método de irrigación del cerebro, como sistema de urbanidad, como habitual método de racionalización objetiva e impávida de la circunstancia (tan insensata ahora, tan trágica tal vez). Fue ahí cuando por primera (y única) vez medí la suerte de tener un padre pre y post ocupado por mi desacatada, descontrolada, inadaptada tendencia a la reacción ya inmoralizada, un padre que con la insistencia logró, método mediante, reducir a cero e incluso a veces al plano negativo, que convirtió, sistema mediante, en un apasionado impasible a su oriundo.
Al notar que la llama se alimentaba cada vez de más nylon (y advirtiéndola tan hambrienta aún), ejercí un lacio movimiento de antebrazo y de dedos, agarrando suavemente el fósforo y lanzándolo a la mierda. Me levanté sumamente molesto. Miré a través de la ventana, y tiré mi fe a la basura para siempre. Era familiar. Salió corriendo cobardemente hacia su cuarto, donde seguro se encerraría siamesando su espalda con la puerta y sus pies con el mueble de enfrente, transformándose en una irritante traba humana impenetrable. Entonces tomé la tijera de pollo (una de esas que ya no se ven más, más pesadas que la mochila de cuarto grado, más duras que la mesa de mármol del también patio delantero de la casa de la abuela que tantas heridas provocó en mis cejas, más filosas que mis dientes y más plateadas que mi plata) que descansaba sobre el marco de la ventana y se la arrojé como si le lanzara mi corazón ahora malhechor, ahora feroz, ahora falible y despiadado, mientras admiraba la cola de la misma serpenteando en sedienta búsqueda, en fatal destino. Éramos pibes…